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Pensamiento Masonico

Cultura

Poema del padre

Héctor Gagliardi

Oye negra, ¿Te puedo hablar? Ya los chicos se han dormido.
Asi que, así que deja el tejido que después te equivocas...

Hoy te quiero preguntar por qué motivo las madres amenazan a sus hijos con ese estribillo fijo de ¡Ah, cuando venga tu padre!

Y con tu padre de aquí y con tu padre de allá resulta de que al final al verme llegar a mí lo ven entrar a Caín y escapan por todos lados.

Y yo, que vengo cansado de trabajar todo el día, recibo de bienvenida una lista de acusados.

Tú empiezas con tus quejas y yo tengo que enojarme igual que hacía mi padre al escuchar a su vieja.

Entraba a fruncir la ceja apoyando a ese fiscal que en medio del temporal se erigía en defensora, lo mismo que tú ahora que siempre me dejas mal.

Si los perdono, ¡que ejemplo! ¡es así como los educas!
Si los castigo, ¡no tienes sentimientos!

A mí, a mí que llegué contento y no tuve más remedio que poner cara de serio y escuchar tu letanía.

A mí, a mí que me paso el día pensando en jugar con ellos.

Yo sueño en llegar a casa y olvidarme felizmente del trabajo, de la gente y de todo lo que pasa.

Los hijos son la esperanza y el porqué de nuestras vidas; por eso nunca les digas ¡ah, cuando venga tu padre!

No quiero encontrar culpables, quiero encontrar alegría, que no me pongas de escudo como lo hacía mi madre que consiguió que a mi padre lo imaginara un verdugo.

El llegaba y te aseguro que se acababan las risas y en lugar de una caricia o hablarle como a un amigo, lo miraba compungido presintiendo una paliza.

Y el pobre que me entendía, sacudiendo la cabeza escuchaba con tristeza lo que mi madre decía.

Y que él, y que él de sobra sabía que con éste no se puede, que me pinta las paredes, que trajo las suelas rotas, que la calle, la pelota que me saca canas verdes.

¡A la cama sin cenar! aburrido me ordenaba, mi madre me consolaba y yo, yo lo culpaba a él, a él que había llegado recién de trabajar, cansado, y ya lo había yo amargado con todas mis travesuras.

Los hijos nunca analizan el sentimiento del padre, porque el brillo de la madre es tan fuerte que lo eclipsa, sólo le hacemos justicia cuando nos toca vivir a nosotros su problema.

¡Ay, si mi padre viviera, que recién lo comprendo!

Y porqué nunca me dijo lo mucho que me quería si hoy yo sé cuanto sufría al ver enfermo a su hijo.

Porque me miraba fijo el primer pantalón largo y sé que, hasta me ha besado cuando yo estaba dormido

Hoy que todo lo comprendo, porqué no estás a mi lado.

Porqué no estás ahora para besarte bien fuerte, Viejo lindo y ofrecerte mi cariño a todas horas.

Ves a tu hijo que llora, pero llora con razón, porque te pide perdón pensando en aquellos días en que ciego no veía que eras puro corazón.

Déjame negra que llore, es tan lindo desahogarse.

En fin, veamos, veamos que hacen nuestros futuros señores.

Mira esos pantalones, tápale un poco a la nena.

Si, si ya sé, no me lo digas hoy se fué a la calle sola

Acuéstate rezongona, mañana, mañana será otro día.

 

La Tercera Resignación

La Tercera Resignación

Gabriel García Márquez

Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.

Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivos y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme: algo que “las otras veces” había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando la cabeza por dentro con un golpe seco y duro, dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba taladrando el momento con su aguda punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído; que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel; interminable como el golpear de la cabeza de un niño contra un muro de concreto. Como todos los golpes duros dados contra las cosas firmes de la naturaleza. Pero ya no le atormentaría más si pudiera cercarlo, aislarlo. Ir cortando contra su propia sombra la figura variable. Y agarrarlo. Apretarlo, ahora sí definitivamente; arrojarlo con todas sus fuerzas contra el pavimento y pisotearlo con ferocidad hasta cuando ya no pudiera moverse verdaderamente, hasta cuando pudiera decir, jadeante, que había dado muerte al ruido que lo atormentaba, que lo enloquecía y que ahora estaba tirado en el suelo como cualquier cosa común, convertido en un muerto integral.

Pero, le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.

Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo había sentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando —ante la vista de un cadáver— se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. Él era verdaderamente un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel bloque —en el que había dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire— estaba él, cuidadosamente colocado dentro del ataúd de un cemento duro pero transparente. Aquella vez en su cabeza estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué frías sentía las plantas de sus pies; allá, en el otro extremo del ataúd, donde habían puesto una almohada, porque la caja le quedaría aún demasiado grande y hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.

Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí: morirse de “muerte”, que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre, secamente:

—Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo —prosiguió—, haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte. Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema de autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento, que continuará también normalmente. Es simplemente “una muerte viva”. Una real y verdadera muerte...

Recordaba las palabras, pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creación de su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre tifoidea.

Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí había empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir, recordar cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real. Por tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica, paradojal, sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que, efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo estaba.

Desde entonces —en el tiempo de su muerte tenía siete años—, su madre le mandó hacer un ataúd pequeño, de madera verde; un ataúd para un niño, pero el médico ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto normal, pues aquella, pequeña, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un muerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darse cuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia, su madre le hizo construir un ataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con el fin de ajustarlo.

Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento. Había pasado así media vida. Dieciocho años. (Ahora tenía veinticinco). Y había llegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba poblada. Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arreglar para verlo decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los días de calor.

Pero había algo que le preocupaba más que “¡ese ruido!”. Eran los ratones. Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedarían ya de él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le producía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terror innato que sentía hacia esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetraban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus patas heladas. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y se entregó, todo entero, a la inminencia del vértigo.

Recordó que había llegado a la mayor edad. Tenía veinticinco años y eso significaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias. Pero cuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido. La pasó muerto.

Su madre había tenido rigurosos cuidados durante el tiempo que duró la transición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta del ataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire fresco. Con qué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo, cuando, después de medirlo, ¡comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó, así mismo, de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y al cabo era desagradable y misteriosa la existencia de un muerto por largos años en una habitación familiar. Fue una mujer abnegada. Pero muy pronto empezó a decaer su optimismo. En los últimos años, la vio mirar con tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En los meses pasados no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manera de advertir la presencia de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que una mañana amaneciera “realmente” muerto, y tal vez por eso aquel día él pudo observar que se acercaba a su caja, discretamente, y olfateaba su cuerpo. Había caído en una crisis de pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones, y ya ni siquiera tenía la precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no crecería más.

Y él sabía que ahora estaba “realmente” muerto. Lo sabía por aquella apacible tranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había cambiado intempestivamente. Los latidos imperceptibles, que sólo él podía percibir, se habían desvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado, atraído por una fuerza reclamadora y potente hacia la primitiva sustancia de la tierra. La fuerza de gravedad parecía atraerlo ahora con un poder irrevocable. Estaba pesado como un cadáver positivo, innegable. Pero estaba más descansado así. Ni siquiera tenía que respirar para vivir su muerte.

Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros. Allí, sobre una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta hacia la izquierda. Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla del frío que le llenaba la garganta de granizo. Estaba tronchado como un árbol de veinticinco años. Quizá trató de cerrar la boca. El pañuelo que había apretado a su quijada estaba flojo. No pudo colocarse, componerse, tomar una “pose” siquiera para parecer un muerto decente. Ya los músculos, los miembros, no acudían como antes, puntuales al llamado de su sistema nervioso. Ya no era el de dieciocho años atrás, un niño normal que podía moverse a gusto. Sintió sus brazos caídos, tumbados para siempre, apretados contra las paredes acojinadas del ataúd. Su vientre duro, como una corteza de nogal. Y más allá las piernas íntegras, exactas, complementando su perfecta anatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con pesadez, pero apaciblemente, sin malestar alguno, como si el mundo se hubiera detenido de repente y nadie interrumpiera el silencio; como si todos los pulmones de la tierra hubieran dejado de respirar para no interrumpir la liviana quietud del aire. Se sentó feliz como un niño boca arriba sobre la hierba fresca y apretada, contemplando una nube alta que se aleja por el cielo de la tarde. Era feliz, aunque sabía que estaba muerto, que reposaba para siempre en la caja recubierta de seda artificial. Tenía una gran lucidez. No era como antes, después de su primera muerte, en que se sintió embotado, bruto. Las cuatro bujías que habían puesto en rededor suyo, y que eran renovadas cada tres meses, empezaban a agotarse nuevamente; precisamente cuando iban a ser indispensables. Sintió la vecindad de la frescura en las violetas húmedas que su madre había llevado aquella mañana. La sintió en las azucenas, en las rosas, pero toda aquella terrible “realidad” no le causaba ninguna inquietud; al contrario, era feliz allí, solo con su soledad. ¿Sentiría miedo después?

Quién sabe. Era duro pensar en el momento en el que el martillo golpeara los clavos sobre la madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de volver a ser árbol. Su cuerpo, atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de la tierra, quedaría ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blando, y allá arriba, sobre cuatro metros cúbicos, se irían apagando los últimos golpes de los sepultureros. No. Allí tampoco sentiría miedo. Eso sería la prolongación de su muerte, la prolongación más natural de su nuevo estado.

No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo. Su médula se habría enfriado para siempre, y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano de sus huesos. ¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día —sin embargo— sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar, de repasar cada uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene forma exacta definida, y sabrá resignadamente que habrá perdido su perfecta anatomía de veinticinco años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin formas, sin definición geométrica.

En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia; nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver imaginario, abstracto, armado únicamente en el recuerdo borroso de sus parientes. Sabrá entonces que va a subir por las vasos capilares de un manzano y a despertarse mordido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá entonces —y eso sí le entristecía— que ha perdido su unidad; que ya no es —siquiera— un muerto ordinario, un cadáver común.

La última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propio cadáver.

Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos de sol tibio por la ventana abierta, sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento. Quieto, rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo; allí estaba el “olor”. Durante la noche, la cadaverina había empezado a hacer sus efectos. Su organismo había empezado a descomponerse, a pudrirse, como el cuerpo de todos los muertos. El “olor” era, indudablemente, un olor inconfundible a carne manida, que desaparecía y reaparecía después más penetrante. Su cuerpo se había descompuesto con el calor de la noche anterior. Sí. Se estaba pudriendo. Dentro de pocas horas vendría su madre a cambiar las flores y desde el umbral la azotaría el tufo de la carne descompuesta. Entonces sí lo llevarían a dormir su segunda muerte entre los otros muertos.

Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué palabra tan honda, tan significativa!

Ahora tenía miedo, un miedo “físico”, verdadero. ¿A qué se debía? Él lo comprendía perfectamente y se le estremecía la carne: probablemente no estaba muerto. Lo habían metido allí, en esa caja que ahora sentía perfectamente, blanda, acolchada, terriblemente cómoda; y el fantasma del miedo le abrió la ventana de la realidad: ¡lo iban a enterrar vivo!

No podía estar muerto porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida que giraba en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que penetraba por la ventana abierta y se confundía con el otro “olor”. Se daba perfecta cuenta del lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había quedado en el rincón y seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada.

Todo le negaba su muerte. Todo menos el “olor”. Pero ¿cómo podía saber que ese olor era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el agua de los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón, que el gato había arrastrado hasta su pieza, se descompuso con el calor. No. El “olor” no podía ser de su cuerpo.

Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto. Porque un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo no puede resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían a su llamada. No podía expresarse y era eso lo que le causaba terror; el mayor terror de su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo. Podría sentir. Darse cuenta del momento en que clavaran la caja. Sentiría el vacío del cuerpo suspendido en hombros de los amigos, mientras su angustia y su desesperación se irían agrandando a cada paso de la procesión.

Inútilmente trataría de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas desfallecidas, de golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que supieran que aún vivía, que iban a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco responderían sus miembros al urgente y último llamado de su sistema nervioso.

Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una pesadilla toda esa vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se puso triste y quizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las vajillas de la tierra se quebraran de un solo golpe allí, a su lado, para despertar por una causa exterior, ya que su voluntad había fracasado.

Pero no, no era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño no habría fallado el último intento de volver a la realidad. Él no despertaría ya más. Sentía la blandura del ataúd y el “olor” había vuelto ahora con mayor fuerza, con tanta fuerza, que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera querido ver allí a sus parientes, antes que comenzara a deshacerse y el espectáculo de la carne putrefacta les produjera asco. Los vecinos huirían espantados del féretro con un pañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no. Era mejor que lo enterraran. Era preferible salir de “eso” cuanto antes. Él mismo quería ahora deshacerse de su propio cadáver. Ahora sabía que estaba verdaderamente muerto, o al menos inapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De todos modos persistía el “olor”.

Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal respondidos por los acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio penetrará hasta sus huesos y tal vez disipe un poco ese “olor”. Tal vez —¡quién sabe!— la inminencia del momento le haga salir de ese letargo. Cuando se sienta nadando en su propio sudor, en un agua viscosa, espesa, como estuvo nadando antes de nacer en el útero de su madre. Tal vez entonces esté vivo.

Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación.


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El 13 de septiembre de 1947 Gabriel García Márquez publicó su primer cuento (La Tercera Resignación) en “Fin de Semana”, el suplemento literario de El Espectador.
Siete años después volvió como periodista e ingresó a la redacción del periódico. Inicialmente se desempeñó como comentarista de cine, después escribió grandes reportajes y posteriormente fue corresponsal en Europa. El Espectador siempre fue su casa periodística y literaria.

S E P E L I O

Luis Carlos Bernabé del Monte Carmelo López Escauriaza  M:.M:.
El Tuerto López
 

...¡Cuántas mujeres, cuando muera, se ocuparán, tal vez, de mí!...
(a inés la quise en la escalera, y a juana en un chiribitil).

¡Mas todo en vano!... ¡oh, qué agorera la última farsa hecha en latín,
junto al cochero de chistera senatorial, ebrio de anís!...

Malos discursos, tres coronas ¡y yo indefenso!...
Las personas graves dirán: -¿de qué murió?

Mientras que luisa, rosa, elena,
Podrán decir: ¡oh, qué alma buena!
Pensando a solas: -¡fue un bribón!

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Este sonetillo del qh es un testamento filosófico a la medida de muchos.
Colaboracion : Alvaro Franco

MI AMIGA LA ÉTICA Y YO

Fernando Savater

-Ah. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, del profesor de filosofía ética. Pero cómo habré hecho para llegar a hablar de él. Ese hombre no tiene el menor sentido de la responsabilidad. Estoy convencido de que es bígamo -Nigel suspiró.
-Gervase -dijo-, ha vuelto usted a perder el hilo. Le había preguntado qué pensaba hacer ahora.
(EDMUNDO CRISPIN, El caso de la mosca dorada)

La primera aseveración nítidamente filosófica que me recuerdo la hice en el bachillerato, a los quince años, cuando el religioso marianista - hoy ya secularizado, por supuesto- que nos daba clase de iniciación a la filosofía preguntó al distraído y hastiado congreso de adolescentes del que yo formaba parte "¿qué es lo todos los hombres quieren?".    A lo que respondí con fulminante celeridad: "ser felices".

El profesor admitió que así era y yo me sentí bastante orgulloso y un poco confuso por mi acierto. De hecho, no recordaba haber pretendido nunca personalmente ser algo tan pretencioso y fantástico como "feliz"; tampoco conocía a nadie que se propusiera explícitamente semejante objetivo. Para colmo, carecía de noticias fiables sobre el estado de felicidad, salvo vagas imágenes de ruiseñores celestiales cantando deliciosamente durante eones que al embelesado oyente se le antojan minutos o referencias poéticas a la dicha erótica.

Ninguna de aquellas indicaciones podía bastarme, pues apenas creía ya en los dislates paradisíacos que prometían los curas y lo ignoraba todo sobre las posibilidades beatíficas del amor, al menos por el testimonio de mi propia experiencia. De modo que yo nunca me había propuesto ser feliz, no conocía a nadie que pretendiera serlo ni tenía la más remota idea de en qué consiste la felicidad, pero sabía ya con una certeza capaz de derrotar cualquier duda que todos los hombres quieren ser felices.

Me quedé bastante perplejo de mi propia perspicacia filosófica, sobre todo porque ignoraba de dónde podía venirme. Por aquel dichoso entonces, apenas entreveía a través del anda lúcido tomismo de mi educador en qué podía consistir la gracia de una asignatura tan rebarbativa como la filosofía y desde luego no prodigaba en ella las muestras de mi agudeza. Por cierto que sobre el fondo de la cuestión no puedo considerarme ahora tampoco mucho más ilustrado.

Aquel primer acierto filosófico, inesperado e inexplicable, marcó mi trayectoria posterior. Algo se había confesado en mí aquel día, algo que se disponía a seguir ganando terreno. Porque la cuestión siguiente se me presentó casi de inmediato, al meditar sobre mí espontánea respuesta dada al profesor de una asignatura inviable. ¿Qué es lo que todos los hombres quieren?: ser felices.

De acuerdo. Quizá debiera haberme preguntado a continuación por la nada evidente condición de la felicidad, de la que ya he advertido que sabía bien poco. Pero no fue así. Característicamente - nada puede revelarme mejor que esto, nada podría señalar mejor por dónde había de ir luego mi pensamiento- lo que me inquietó fue: ¿y qué hacen los hombres para ser felices?. Mi interés especulativo fue desde un primer momento práctico. Lo siento, no he nacido para la contemplación, no me intereso por nada en lo que yo no pueda inmediatamente intervenir. De aquí mi escasa afición por la ciencia pura o por la naturaleza y sus irremediables leyes; me interesa en cambio el arte, la historia, la política, todo lo que exige participación de mi imaginación y de mi libertad. Soy un guerrero con inquietudes religiosas, es decir (y por fortuna) aproximadamente lo contrario de un sacerdote.

Volvamos a las dos preguntas fundacionales de lo que más tarde supe que se ha llamado "ética" desde Aristóteles: ¿qué quieren los hombres? y ¿cómo pueden actuar de acuerdo con su querer? Aquí está todo lo que ha de interesarnos como invitación a la reflexión ética. Respecto a la felicidad, es una palabra demasiado vaga, no nos vale así tal como está, cruda: pero no la perdamos sin embargo totalmente de vista.

No hay comienzo más erróneo en ética que partir de la distinción entre "bien" y "mal" o, más modesta y empíricamente, entre "bueno" y "malo". De ahí no puede sacarse nada, absolutamente nada en limpio, fuera de algunas anécdotas antropológicas y confusas pautas semánticas. Pero ni un solo verdadero pensamiento. A qué llamamos "bueno", por qué consideramos "malo" cierto proceder, si debemos hacer el bien porque está "bien" o está "bien" porque debemos hacerlo, si es bueno o malo el placer, si es lo bueno equivalente a lo útil, etc.,etc... Callejones sin salida. Por ahí no hay camino, créanme; o si no me creen, lean a quienes parten en sus reflexiones de esa perspectiva estéril. La mayoría de los libros de ética son empeñosos crucigramas, palabras revueltas o tratados de urbanidad. Algunos se instalan de golpe y porrazo en la teología y nos informan más o menos veladamente de las disposiciones legales que Dios ha establecido para nosotros, sea según las tablas de la Ley o según la Ley misma escrita en nuestro corazón (o en nuestro inconsciente, versión lacano-kantiana de la vieja orden bíblica). Pero es bueno permanecer ateo en estas cuestiones -y en todas- tanto como se pueda. Lo cual es enormemente difícil, literalmente heroico, dicho sea de paso.

Dejemos a un lado el bien y el mal, lo bueno y lo malo, porque no son un punto de partida, sino un resultado. La otra cuestión que tienta a los estudiosos actuales de la ética gira en torno al indebido paso del "es" al "debe", la falacia naturalista. Tampoco se va lejos por ahí. ¡El deber! ¿A quién puede interesarle de veras semejante cosa? Ni siquiera a Kant, estoy seguro, aunque lo fingiera para dar gusto a su criado. Si me pregunto "¿por qué debo hacer tal o cual cosa?" no me muevo de la infraética, de la heteronomía, del estadio infantil de la moral. Según parece leyendo a ciertos autores contemporáneos, el "deber" es algo tan raro y precioso, tan elevado, que no puede surgir del "ser" sin menoscabo. Pero lo contrario es mucho más cierto: ¡cuánto más interesante, más rico, más complejo, más moral resulta el "es" frente al "debe"! ¡Que nos dejen el ser y se lleven al infierno todos los deberes! El sentido de la obligación moral se parece mucho más a un "es" que a un "debe", éste es el secreto a voces de la controvertida cuestión...

De lo que se trata, pues, es de averiguar qué quieren los hombres. La ética no proviene de otra parte más que de la voluntad humana. Soy moral no cuando hago lo que debo -¡puaf!- sino cuando me atrevo a hacer lo que quiero. Lo que realmente quiero. Pero no es fácil lograr tal cosa, pues mi propio querer permanece en buena medida oscuro para mí. La tarea de la ética no es fundar el deber ni proporcionar decálogos, sino ilustrar el querer. Desde muy antiguo nos lo dijeron: el camino a la virtud es el conocimiento, nadie es malo a sabiendas. La trivialidad se escandaliza ante estas nobles verdades, que aún suenan un poco audaces: "pero ¿acaso no quieren los individuos cosas muy diferentes? ¿y si alguno quiere el crimen o el vicio?" Ya lo dijo Spinoza: si alguno ve claramente que le conviene más ahorcarse que degustar una buena comida, que se ahorque y nos deje en paz. Pero cuidado: la gracia está en que lo vea claramente... Y es que el querer de que aquí se habla es previo a la constitución de cada individuo como tal y por ello es común a todos, porque no pertenece a nadie. El "quiere" precede y configura el "es" y se afirma en el "debe". Pero ocurre que el querer lo que se desea ante todo es permanecer abierto, libre, y por tanto puede engañarse a sí mismo, es decir, puede permitirse debilidades o vicios. El "bien" que el querer quiere (ese "bien" que no es más que lo fundamentalmente querido) incluye la posibilidad del "mal" como su ingrediente esencial (ese "mal" que, de prevalecer, supondría la imposibilidad, el debilitamiento definitivo, del querer mismo). Si realmente esta cuestión les interesa, les remito a mis dos libros de ética, La tarea del héroe e Invitación a la ética, donde se desmenuza y profundiza lo aquí apuntado.

Ganarse la vida como profesor de ética: ¡qué fuente inevitable de malentendidos! Hay quien pide consejos y otros no se contentan si no se predica con el ejemplo... con el ejemplo de lo que ellos quisieran ver ejemplificado. Ahora tenemos ética en el bachillerato, como alternativa a la asignatura de religión (?), y frecuentemente es impartida por el mismo cura que se encarga de la otra disciplina. Suelen presentarse a los pobres chicos diversos "casos prácticos" y se les habla de cosas tan apasionantes y controvertidas como el aborto, la droga o la guerra. El profesor, si es un cura como es debido, zanja estas cuestiones; si no es tan cura, las "problematiza". Supongo que en alguna de esas lóbregas aulas -t odas lo son, aunque la luz del sol entre a raudales- a alguien se le escapará un día la preguntita de marras: "¿qué quieren los hombres?" Y un niño contestará sin vacilar, como si en sueños se lo hubieran soplado esa misma noche: "ser felices". Y después se quedará pensativo, preguntándose qué hacer para conseguirlo, dichosamente olvidado de su gesticulante y problemático profesor.

Carta de un loco

Guy de Maupassant

Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mí lo que guste.

Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos que me atormentan.

Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular enfermedad de mi alma.

Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso.

Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma.»

He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la oscuridad.

En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.

Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer, no nos suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos.

Inseguros, porque únicamente son las propiedades de nuestros órganos las que determinan para nosotros las propiedades aparentes de la materia.

Poco numerosos, porque al no ser nuestros sentidos más que cinco, el campo de sus investigaciones y la naturaleza de sus revelaciones se hallan necesariamente muy restringidos.

Me explico: la vista nos indica las dimensiones, las formas y los colores. Nos engaña en esos tres puntos.

No puede revelarnos otra cosa que los objetos y seres de dimensión media, proporcionados a la estatura humana, lo cual nos lleva a aplicar la palabra grande a determinadas cosas y la palabra pequeño a otras, sólo porque su debilidad no le permite conocer lo que es demasiado vasto o demasiado menudo para él. De ahí resulta que no se sabe ni se ve casi nada, que el universo casi entero le queda oculto, la estrella que habita el espacio y el animálculo que habita la gota de agua.

Incluso aunque tuviera cien millones de veces su potencia normal, aunque viese en el aire que respiramos todas las especies de seres invisibles, así como los habitantes de los planetas próximos, todavía quedarían numerosos infinitos de especies de animales más pequeños y mundos tan lejanos que jamás alcanzaría.

Así pues, todas nuestras ideas de proporción son falsas porque no hay límite posible en la magnitud ni en la pequeñez.

Nuestra apreciación sobre las dimensiones y las formas no tiene ningún absoluto al venir determinada únicamente por la potencia de un órgano y por una comparación constante con nosotros mismos.

Hemos de añadir que la vista todavía es incapaz de ver lo transparente. Un cristal sin defecto la engaña. Lo confunde con el aire que tampoco ve.

Pasemos al color.

El color existe porque nuestra vista está hecha de modo que transmite al cerebro, en forma de color, las diversas formas en que los cuerpos absorben y descomponen, siguiendo su constitución química, los rayos luminosos que dan en ellos.

Todas las proporciones de esa absorción y de esa descomposición constituyen matices.

Así pues, este órgano impone a la inteligencia su modo de ver, mejor dicho, su forma arbitraria de constatar las dimensiones y de apreciar las relaciones de la luz y la materia.

Analicemos el oído.

Somos juguetes y víctimas, más todavía que en el caso de la vista, de ese órgano fantasioso.

Dos cuerpos, al chocar, producen cierta vibración de la atmósfera. Ese movimiento hace estremecerse en nuestra oreja cierta pielecilla que trueca inmediatamente en ruido lo que en realidad no es otra cosa que una vibración.

La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la propiedad milagrosa de transmitirnos en forma de sentidos, y de sentidos diferentes según el número de vibraciones, todos los estremecimientos de las ondas invisibles del espacio.

Esa metamorfosis realizada por el nervio auditivo en el breve trayecto de la oreja al cerebro nos ha permitido crear un arte extraño, la música, la más poética y precisa de las artes, vaga como un sueño y exacta como el álgebra.

¿Qué decir del gusto y del olfato? ¿Conoceríamos los perfumes y la calidad de los alimentos sin las propiedades peregrinas de nuestra nariz y nuestro paladar?

Sin embargo, la humanidad podría existir sin oído, sin gusto y sin olfato, es decir, sin ninguna noción del ruido, del sabor y del olor.

Así pues, si tuviéramos algunos órganos menos, desconoceríamos cosas admirables y singulares, pero si tuviéramos algunos más, descubriríamos a nuestro alrededor una infinidad de otras cosas que nunca supondremos por falta de medio para constatarlas.

Por lo tanto, nos equivocamos cuando juzgamos lo Conocido, y estamos rodeados de Desconocido inexplorado.

Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse de diferentes maneras.

Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.

Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejo proverbio: «Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado.»

Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el de al lado.

Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra atmósfera.

Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduzco que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la transmisión de la voluntad, la sugestión y todos los fenómenos magnéticos sólo siguen ocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha proporcionado el órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.

Después de haberme convencido de que todo lo que me revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yo lo percibo, y de que sería totalmente diferente para otro ser organizado de otro modo, después de haber llegado a la conclusión de que una humanidad hecha de otra forma tendría sobre el mundo, sobre la vida y sobre todo ideas absolutamente opuestas a las nuestras, porque el acuerdo de las creencias sólo deriva de la similitud de los órganos humanos, y las divergencias de opiniones provienen únicamente de ligeras diferencias de funcionamiento de nuestros hilillos nerviosos, he hecho un esfuerzo de pensamiento sobrehumano para suponer lo impenetrable que me rodea.

¿Me he vuelto loco?

Me he dicho: «Estoy rodeado de cosas desconocidas.» He supuesto al hombre desprovisto de orejas y he supuesto el sonido como suponemos tantos misterios ocultos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya naturaleza y procedencia no podría determinar. Y he tenido miedo de todo lo que me rodea, miedo del aire, miedo de la oscuridad. Desde el momento en que no podemos conocer casi nada, y desde el momento en que todo es ilimitado, ¿qué es el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en el vacío aparente?

Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa al hombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, porque lo sobrenatural no es otra cosa que lo que permanece velado para nosotros.

Entonces he comprendido el espanto. Me ha parecido que rozaba constantemente el descubrimiento de un secreto del universo.

He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacerles percibir por momentos lo invisible.

Me he dicho: «Todo es un ser. El grito que pasa en el aire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace, produce un movimiento y se transforma incluso para morir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree en seres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?»

¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuando se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto! Uno los siente a su lado, alrededor, pero es imposible distinguirlos, porque no tenemos los ojos que los verían, o mejor dicho el órgano desconocido que podría descubrirlos.

Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos transeúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé acaso? No podría decir lo que son, pero siempre podría señalar su presencia. Y he visto -he visto un ser invisible- hasta donde puede verse a esos seres.

Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mi mesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto, pensando en ellos. De pronto creí que una mano intangible, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba ligeramente mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal, sino de esencia imponderable, incognoscible.

Pero una noche oí crujir el entarimado a mis espaldas. Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví. No vi nada. Y no volví a pensar en ello.

Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo el mismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro, completamente seguro de que no estaba solo en mi cuarto. No se veía nada sin embargo. El aire estaba límpido y transparente en todas partes. Mis dos lámparas iluminaban todos los rincones.

El ruido no se repitió y fui calmándome poco a poco; sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo.

Al día siguiente me encerré a hora temprana, buscando la forma en que podría conseguir ver lo Invisible que me visitaba.

Y lo vi. Estuve a punto de morir de terror.

Había encendido todas las bujías de mi chimenea y de mi lustro. La habitación estaba iluminada como para una fiesta. Sobre la mesa ardían mis dos lámparas.

Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, la puerta, con el cerrojo echado. A mi espalda, un grandísimo armario de luna. Me miré en él. Tenía unos ojos extraños y las pupilas muy dilatadas.

Luego me senté como todos los días.

La víspera y la antevíspera el ruido se había producido a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegó el momento preciso, percibí una sensación indescriptible, como si un fluido, un fluido irresistible hubiera penetrado en mí por todas las parcelas de mi carne, sumiendo mi alma en un espanto atroz. Y se produjo el crujido, justo a mi lado.

Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Yo no estaba dentro, y sin embargo me hallaba enfrente. Lo miré con ojos enloquecidos. No me atrevía a avanzar hacia él, sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisible, y que me tapaba.

¡Qué miedo pasé! Y he aquí que empecé a verlo envuelto en bruma en el fondo del espejo, en una bruma como a través del agua; y me parecía que aquella agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviéndome más preciso segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no tenía contornos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco.

Y finalmente pude verme con claridad, como hago todos los días cuando me miro.

¡Lo había visto!

Y no he vuelto a verlo.

Pero lo espero sin cesar, y siento que mi cabeza se extravía en esa espera.

Permanezco horas, noches, días y semanas delante del espejo esperándolo. ¡Ya no viene!

Ha comprendido que yo lo había visto. Mas yo sé que lo esperaré siempre, hasta la muerte, que lo esperaré sin descanso, delante de ese espejo, como un cazador al acecho.

Y en ese espejo empiezo a ver imágenes locas, monstruos, cadáveres horribles, toda clase de bestias espantosas, de seres atroces, todas las visiones inverosímiles que deben acosar la mente de los locos.

Ésta es mi confesión, querido doctor. Dígame qué debo hacer.

Mi tío Sosthéne

Mi tío Sosthéne

Guy de Maupassant

El tío Gregorio era un librepensador como hay muchos,  librepensador de puro ignorante. 

Por el mismo camino llegan otros a ser creyentes. 

Ver a un sacerdote y sentir un furor desenfrenado, para él,  era todo uno; lo amenazaba, le hacía burla, y se curaba en  salud por si le había dado mal de ojo; es decir, que ya no era  un librepensador verdadero, pues creía en el mal de ojo;  y tratándose de creencias irreflexivas, hay que rendirse  a todas o no tener ninguna. 

Yo, que soy también un librepensador, es decir, un refractario  a todos los dogmas que fraguó el miedo a la muerte, no me  irrito contra los templos, ya sean católicos, apostólicos,  romanos, protestantes, rusos, griegos, budistas, judíos  o musulmanes. 

Además, tengo una manera de razonar su condición. 

Un templo es un homenaje a lo desconocido. 

Cuanto más se remonte el pensamiento humano, menor es el  dominio de lo desconocido, y se derrumban los templos. 

Me agradaría -eso sí- que tuvieran, en vez de incensarios, telescopios, microscopios y máquinas eléctricas. 

Mi tío se diferenciaba por completo de mí;  éramos casi lo contrario el uno del otro. 

Él blasonaba de patriota; yo no, porque, a mi entender,  el patriotismo es una religión como cualquiera, y es además  el huevo de donde salen todos los crímenes colectivos. 

Mi tío era francmasón; y los francmasones me parecen más  fanáticos aún que las viejas devotas. 

Yo sostengo mis opiniones. 

De admitir una religión, me quedo con la de mis padres. 

Y estos mentecatos no hacen más que imitar a los curas. 

Tienen por símbolo un triángulo en vez de una cruz; fundan  iglesias, que llaman logias, con varios cultos: el rito  escocés, el rito francés, el Grande Oriente y otra porción de  majaderías que hacen reír.

¿A qué aspiran? 

A establecer socorros mutuos, haciéndose cosquillas en la  palma de la mano. 

Quisieron poner en práctica el precepto cristiano: "Amaos  los unos a los otros". 

La única diferencia consiste en el cosquilleo. 

Pero ¿valdrá la pena de hacer tantas ceremonias para  prestarle cinco francos a un pobrete? 

Los religiosos, para quienes el socorro y la limosna  constituyen una obligación o un oficio, encabezan sus cartas  con tres letras: J. M. J., y los francmasones colocan tres  puntos en triángulo a continuación de su nombre. 

¿Hay tanta diferencia? ¡Todos compadres! 

Mi tío me objetaba:  -Precisamente, nosotros enarbolamos una religión frente a  otra religión; hacemos del librepensador el arma que acabará  con el clericalismo.  La francmasonería es la ciudadela donde se han cobijado  todos los demoledores de las divinidades. 

Yo insistía:  -Pero, tío, precisamente aquello de que usted se vanagloria  es lo que yo juzgo reprochable.  No destruyen; organizan otro fanatismo en competencia;  la competencia rebaja el precio de las mercancías, pero nada  más.  Y aun ¡si no hubiera en la masonería más que librepensadores!  Pero admiten a todo el mundo.  Son masones una muchedumbre de católicos, y hasta jefes de  partido. 

Pío Noveno fue masón antes de ser papa. 

Si llama usted a una sociedad compuesta de tal modo ciudadela  contra el clericalismo, le diré que me parece muy ruin  su ciudadela. 

Mi tío, guiñando los ojos, afirmaba:  -Nuestra poderosa influencia, nuestra influencia temible,  sobre todo es política.  Sin cesar minamos los tronos. 

Al oírle yo, comentaba: -¿Sí? ¡Qué tunantones!  Dígame que la francmasonería es una fábrica de triunfos  electorales, y lo creo; que tiene recursos para convertir  en votos favorables a los más reacios, también lo creo;  que resulta indispensable para los ambiciosos políticos,  lo creo también. 

Pero, si usted me dice que la masonería socava los cimientos  del trono... me reiré en sus barbas. 

Medite usted un poco acerca de la extendida y misteriosa  asociación democrática, la cual tiene por jefe a un príncipe  heredero en Alemania y al hermano del zar en Rusia, contando  entre sus afiliados al rey Humberto, al príncipe de Gales  y a todas las testas coronadas del orbe...

Mi tío me decía entonces, en tono confidencial:  -No te falta razón; pero también es cierto que los príncipes  coadyuvan a nuestra obra sin sospecharlo. 

Yo añadía:  -Y viceversa, ¿no es verdad? 

Y para mi capote. 

¿No es verdad, rebaño de imbéciles? 

Era de ver cómo el tío Gregorio abordaba de pronto a  cualquier francmasón. 

Primero, un guiño, y después, al darse la mano, una serie  de presiones y contorsiones misteriosas y visibles. 

Cuando yo quería oírle despotricar furioso, le decía que  también los perros tienen maneras francmasónicas para  reconocerse. 

Luego, iban por todos los rincones, ocultándose de la gente  como si tuviesen que decirse algo muy dificultoso y de suma importancia; y si comían juntos, en la mesa, frente a frente,  se miraban de un modo especial a cada bocado, a cada sorbo,  como diciéndose: "Lo somos, ¿eh?"

¡Y pensar que se cuentan por millones los hombres que  se divierten con esas tonterías!

Prefiero el jesuitismo.

Precisamente, había en el pueblo un jesuita, el cual era  la obsesión de mi tío Gregorio. 

Cada vez que lo veía murmuraba: "¡Indecente!" . 

Y agarrándose a mi brazo me confiaba sus temores: -Piensa que, tarde o temprano, ese indecente nos dará que  sentir. Estoy seguro. 

Acertó. 

Y, por fatalidad, yo fui la causa. 

Verán cómo: Terminaba la cuaresma, y mi tío Gregorio tuvo la idea de  organizar un banquete de carne para el Viernes Santo. 

Me resistí cuanto pude: -Comeré carne -le dije- lo mismo que todos los días del año;  pero en mi casa, como siempre.  Considero estúpida la ostentación.  ¿Para qué dar escándalo?  ¿En qué nos perjudica ni nos molesta que una porción  de familias no coman carne por Semana Santa?

Pero no pude convencerlo y convidó a tres amigos para ir a  comer juntos en el restaurante; como era mi tío quien pagaba  el gasto, accedí a ser de la partida. 

Antes de las cuatro, nos reunimos en el café Penélope, de  ordinario muy concurrido, y mi tío Gregorio, levantando mucho  la voz para que le oyeran todos, nos decía lo que íbamos a  comer. 

A las seis nos sentamos a la mesa y a las diez aún estábamos  comiendo. 

Entre los cinco, vaciamos dieciocho botellas de Burdeos y cuatro de champaña. 

Mi tío propuso que hiciéramos lo que llamaba él "ronda de  arzobispo". 

Consistía en llenar seis copitas con licores diferentes y  apurarlas una tras otra mientras los presentes contaban: "uno,  dos, tres, cuatro", hasta veinte; un estúpido alarde que a mi  tío le pareció entonces de oportunidad. 

A las once ya lo teníamos borracho como una cuba. 

Hubo que llevarlo a su casa en coche y acostarlo. 

Ya era seguro que su alarde anticlerical se convertiría  para él en una espantosa indigestión.

Retirábame, borracho también, pero con alegre borrachera,  cuando una idea diabólica, en consonancia con mi arraigado escepticismo, surgió en mi cerebro.

Me atusé un poco, puse una cara lo más afligida posible,  y fingiéndome desconsolado fui a llamar a la puerta del  jesuita. 

Era sordo, y tuve que armar un estrépito para que me oyera. 

Tales fueron mis voces y mis patadas, que al fin apareció, preguntando: -¿Qué ocurre?

Yo grité: -¡Pronto! ¡Pronto, reverendo padre!  ¡Un moribundo reclama los misericordiosos auxilios de la  religión!

El pobre viejo se puso inmediatamente un pantalón, y en mangas  de camisa bajó a la puerta. 

Le conté, angustiado, con la voz entrecortada por sollozos,  que mi tío, el contumaz librepensador, atacado por una dolencia repentina que hacía temer un funesto desenlace, temeroso de  morir, deseaba sin duda en aquel trance la compañía de un  sacerdote, oír sus consejos, conocer lo que saben los católicos  de la otra vida, y disponerse tal vez para entrar en el cielo, confesando y comulgando, arrepentido al fin de sus errores. 

Y acabé diciendo: -Como lo desea, estoy seguro de que puede ser muy saludable  para el enfermo la presencia de usted, reverendo padre.

Atolondrado, complacido, tembloroso, el jesuita me rogó que  lo aguardara un momento; pero yo añadí: -No, no lo acompañaré; mis convicciones me lo impiden.  Ya me ha sido bastante violento venir a su casa, y le ruego  que no haga mención de mi visita, que no hable de mí; puede  suponer que la dolencia de mi tío le fue revelada  misteriosamente. .. 

Consintió, y muy de prisa encaminose hacia la casa de mi tío  Gregorio. 

La criada abrió en seguida y vi desaparecer la vestimenta  sacerdotal en el oscuro antro del pensamiento libre.

Me puse en acecho arrimado a una puerta próxima. 

En circunstancias normales, mi tío hubiera dado al cura un buen  recorrido; pero me constaba que no podía ni siquiera levantar  los brazos aquella noche. 

¡Qué impresión la de ambos al encontrarse frente a frente! 

¿Cómo se presentaría el uno, y cómo lo recibiría el otro? 

¿Qué se dirían? ¿Qué replicarían? 

¿Y cómo acabaría todo aquello?

Sólo de imaginarlo, me retozaba la risa en el cuerpo:  "¡Vaya una broma!, ¡qué broma!"

Se levantaba frío hacia la madrugada, ¡y el jesuita sin acabar  de salir! 

Una hora, dos, tres horas pasaron. 

¿Qué pudo suceder? 

¿Acaso la violenta impresión produjo a mi tío la muerte o, levantándose de pronto, estranguló al cura? 

¿Se habían devorado mutuamente? 

La última versión me pareció inverosímil, porque mi tío no  se hallaba en condiciones de tragar ni un gramo de alimento,  ni de sorber una gota de sangre.

Amaneció. 

Inquieto, y no atreviéndome a entrar, acudí a un amigo que  vivía enfrente. 

Se lo dije todo, haciéndolo reír mucho, y me asomé con mil precauciones a una ventana. 

Me reemplazó a las nueve y dormí algo. 

A las once ocupé su lugar. 

Indecisos, comenzábamos a temer una desdicha. 

Pero a las seis de la tarde salió el jesuita, pacífico y  satisfecho.

Entonces, avergonzado y receloso, llamé a la puerta de mi tío. 

Abrió la criada, y no atreviéndome a preguntar,  subí en silencio. 

Mi tío Gregorio, pálido, abatido y desencajado, con los brazos  inertes y los ojos tristes, yacía en la cama. 

Vi una estampita piadosa puesta con un alfiler en las  colgaduras.

Un olor nauseabundo pregonaba la indigestión. Dije:  -¿Aún continúa usted acostado? ¿Está enfermo? 

Me respondió con la voz apagada.  -Hijo mío: estuve a punto de morir.

-¿Es posible? 

-¡Tan posible!  Y lo más raro es que, siendo repentina mi enfermedad,  le fue revelada misteriosamente al sacerdote que acaba  de salir de casa.  Hijo mío: ¡hay Providencia!

-¿Sí? -apenas pude contener la risa.

-Una revelación. Ya lo ves.

Fingí un estornudo para no soltar la carcajada; y al cabo de  un minuto, fingiéndome indignado, exclamé: -¿Ha recibido al jesuita en su casa?  ¿.Un librepensador, un hermano masónico, tuvo al jesuita  en su casa y no lo arrojó por una ventana.

Confundido, balbució:  -Era providencial; te lo aseguro.  Vino guiado por una voz del cielo.  Y, además, ha debido de conocer a mi padre; me habló de mi familia, que ya no existe...

-De su familia, de su padre...

-Sí; ya ves... 

-No veo motivo para recibir a un jesuita. 

-Tienes razón; pero yo estaba enfermo, gravísimo: y él,  ¡me ha cuidado con tanta solicitud, con tanto desinterés  durante toda la noche!  Le debo la vida, no lo dudes; ha hecho más que un médico... 

-¡Ah! ¡Lo ha cuidado toda la noche!  No dijo usted que acababa de salir de casa!

-Naturalmente; y es cierto.  Como fue tan bondadoso conmigo, dispuse que le preparasen  almuerzo.  Almorzó ahí junto a mi cama, en un veladorcito, mientras yo  tomaba una taza de té. 

-Y ¿ha comido carne? 

Mi tío Gregorio hizo un gesto desapacible, como si yo acabara  de cometer una grave inconveniencia:  -No estoy para bromas.  En esta ocasión me parecen inoportunas.  Fue conmigo afectuoso y me cuidó con mucha solicitud.  No hicieron otro tanto los demás.

La indirecta me cortó los vuelos y dije: -Bien, tío Gregorio. Y después de almorzar, ¿qué hicieron  ustedes?

-Jugamos al tute una hora.  El rezó sus oraciones mientras yo leía un librito que puso  en mis manos, y que por cierto me agradó bastante. 

-¿Un libro piadoso? 

-Hasta cierto punto.  Es la historia de las misiones en el África central; un libro  de viajes y aventuras.  Admira lo que hicieron allí unos cuantos hombres. 

Empecé a comprender que tomaba un cariz desagradable aquel  asunto, y levantándome de la silla, dije: -Vaya, que se ha dejado usted convertir.  ¿Y la masonería y el librepensamiento?  Es usted un apóstata.

Un poco indeciso aún, mi tío murmuró: -La Iglesia es una especie de masonería.

-¿Volverá el jesuita? -le pregunté. 

Y balbució:  -Acaso mañana... 

Salí completamente atolondrado. 

Tuvo fatales consecuencias la broma fraguada por mí. 

Mi tío se hizo católico, pero eso no es todo. 

Lo triste, lo verdaderamente intolerable para un sobrino,  es que a su muerte sólo se pudo encontrar un testamento  en el cual me desheredaba, dejando todos sus bienes al jesuita.

LA ROSA DE PARACELSO

LA ROSA DE PARACELSO

Jorge Luis Borges .·.

En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares.

Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de sus hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.

El maestro fue el primero que habló.

-Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente -dijo no sin cierta pompa-.

No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?

-Mi nombre es lo de menos -replicó el otro-. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.

Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa.

La rosa lo inquietó.

Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:

-Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.

-E1 oro no me importa -respondió el otro-. Estas monedas no son más que una prueba de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.

Paracelso dijo con lentitud:

-El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.

El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:

-Pero, ¿hay una meta?

Paracelso se rió.

-Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso.

Sé que "hay" un Camino.

Hubo un silencio, y dijo el otro:

-Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.

-¿Cuándo? -dijo con inquietud Paracelso.

-Ahora mismo- dijo con brusca decisión el discípulo.

Habían empezado hablando en latín; ahora en alemán.

El muchacho elevó en el aire la rosa.

-Es fama -dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.

-Eres muy crédulo -dijo el maestro-. No he menester de la credulidad; exijo la fe.

El otro insistió.

-Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.

Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.

-Eres crédulo -dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?

-Nadie es incapaz de destruirla- dijo el discípulo.

-Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada?

¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?

-No estamos en el Paraíso -dijo tercamente el muchacho-; aquí, bajo la luna, todo es mortal.

Paracelso se había puesto en pie.

-¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?

-Una rosa puede quemarse -dijo con desafío el discípulo.

-Aún queda fuego en la chimenea -dijo Paracelso-. Si arrojaras esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.

-¿Una palabra? -dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?

Paracelso le miró con tristeza.

-El atanor está apagado -repitió- y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.

-No me atrevo a preguntar cuáles son -dijo el otro con astucia o con humildad.

-Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.

El discípulo dijo con frialdad:

-Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.

Paracelso reflexionó. Al cabo dijo:

-Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas. Deja, pues, la rosa.

El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:

-Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?

El otro replicó tembloroso:

-Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más.

Creeré en el testimonio de mis ojos.

Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.

Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:

-Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.

El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.

Se arrodilló, y le dijo:

-He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo y al cabo del Camino veré la rosa.

Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco.

¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?

Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir.

Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.

Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.

 

El tiempo tiene forma de pera!

ANTONIO MORA VÉLEZ


En el segundo capítulo de “El universo en una cáscara de nuez”, Stephen Hawking contradice la concepción lineal del tiempo que tuvieron los físicos y filósofos desde la antigüedad hasta los años de Einstein, y que estuvo siempre acompañada con la tesis de su infinitud. Para explicar el principio y el final del tiempo, Hawking recurre a la figura de la pera que forma el cono de luz que resulta de mirar con radiotelescopios el cosmos en busca de más información sobre su naturaleza y funcionamiento. La figura que ilustra el libro en este tema se me ocurre más parecida a un trompo y por ello voy a utilizar este símil para hacer la explicación de la tesis del sabio inglés, que a lo mejor no jugó con trompos durante sus primeros años como sí lo hice yo.


Si desde el radiotelescopio -clavo del trompo- miramos hacia el pasado, que es justamente lo que hacemos con ellos al mirar el cosmos, en un primer corte transversal del trompo o cono de luz encontramos inicialmente las galaxias como lo fueron hace cinco mil millones de años, tiempo que dura la luz de ellas para llegar a nosotros. Más hacia atrás en el tiempo -hacia el fondo en el espacio cósmico-, observamos regiones de materia con densidades cada vez mayores. Más hacia el centro del trompo -o del cono de luz- ya no encontramos galaxias sino el llamado fondo de microondas descubierto por Penzias y Wilson en 1965, que ayudó a comprobar la teoría de la expansión del universo. Y hacia la barriga del trompo, una densidad de materia tal que hace que la luz se curve hacia adentro hasta formar una comba y llegar a la perilla o cierre irregular del cono, en donde ocurrió la singularidad de la gran explosión. “Esto significa -dice Hawking- que toda la materia del interior de nuestro cono está atrapada en una región cuya frontera tiende a cero”. Y que “en el modelo matemático de la relatividad general el tiempo debe haber tenido un comienzo en lo que denominamos gran explosión inicial o big bang”.


Observando la expansión del universo desde hoy -punta del cono o clavo del trompo- llegamos a los orígenes del tiempo, a ese agujero negro que fue la fragua cósmica en donde se formaron los átomos de que se compone el mundo. O lo que es igual, que el espacio-tiempo y el universo formando un Todo, tuvo un comienzo y deberá tener igualmente un final, posiblemente en el Big Crunch o fusión de toda la materia del cosmos o con las palabras de Hawking: cuando todas las galaxias y estrellas colapsen por la acción de su propia gravedad y formen otro gran agujero negro. Y, como dice el campesino costeño ¡vuelve y juega! Y surge en la gran fragua otro universo formado de otro tipo de materia y otro ser pensante mejor que el actual, que no ha sido el mejor. O no surge nada -y ya no existirá el Hombre para darse cuenta- y se acaba la película simplemente.

Ref:  El meridiano de Sucre