LA MUSA DE LA HISTORIA
William Ospina
Hay un momento del Ulises, de Joyce, en que un personaje oye hablar de la historia y responde con desaliento: "La historia es una pesadilla de la que estoy tratando de despertar".
Existe la desesperación de la realidad, y es uno de los sabores del mundo contemporáneo. Esta civilización del ruido incontrolable, donde a medianoche las alarmas sin nadie en parqueaderos lejanos abren los grifos de la pesadilla; de las grandes manchas de luz sobre el globo, que destierran la noche y sus fábulas; del consumo febril de cosas inútiles; de las pantallas omnipresentes que quieren sembrar sobre el mundo una cotidianidad trivial y homogénea; de los organismos cada vez más subordinados a los mecanismos; de la comunicación cada vez más insustancial y más histérica; del aire saturado de gases; de extensas muchedumbres de solitarios; de los desechos sintéticos y radiactivos que son la única basura verdadera, la que no se diluye ni se disgrega sino que se envilece, se degrada y contagia lo que toca; de la invasión de la vida privada por los gobiernos y por los medios; de la docilidad de los individuos ante grandes codicias que se enmascaran de refinamiento y belleza; esta civilización que se alimenta de la fuerza vital de los millones de seres humanos a los que les corta las alas y les atrofia el cerebro, despierta en algunos seres la conciencia cabal del horror y ansias de fuga "hacia otros cielos y otros amores", como diría Baudelaire.
Los grandes poetas de la modernidad han sido fustigadores de ese vasto desorden, empezando por Hölderlin, quien parecía estar presintiendo sólo el nazismo y el comunismo cuando dijo que "siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo se ha construido su infierno", pero que estaba anticipando también las mecánicas infernales de los estados modernos que se pretenden democráticos, pero cuyos ejércitos permanentes requieren inmensos caudales y a veces incluso alimentan la violencia social para hacerse sentir necesarios.
Cuando acabamos de derrotar al enemigo, comprendemos de pronto que nos hemos convertido ya en ese enemigo al que creíamos odiar. ¿Qué empiezan a ser los Estados Unidos sino el abominado fascismo contra el que luchaban hace cincuenta años? "Hitler, horrendo de visibles ejércitos y de secretos espías", decía Borges en 1940. Eso es hoy el país de George Bush, y tal vez la única diferencia radica en que Hitler tenía conciencia del mal que obraba, y trataba de esconder sus crímenes, en tanto que Bush los exhibe ante sus críticos diciendo: "Simplemente no comprenden la naturaleza del mundo en que vivimos". Combate la inmigración, el manantial sagrado de su país, sólo porque es ya latinoamericana y no europea como otrora, con un muro de miles de kilómetros en la frontera con México. Quiere imponer la paz por medio de guerras infames. Impulsa una ley que permita al Estado escuchar todo lo que hablan los particulares. Su paradójico instrumento para prevenir la violencia es la guerra preventiva. Llama seguridad a impedir que otros tengan una mínima fracción del inmenso arsenal nuclear sobre el que se revuelca como la serpiente del mito, y que es su instrumento para intimidar al mundo. Ya practica sin antifaz el secuestro y la tortura, y los predica como instrumentos lícitos contra lo que ocurre, peor todavía, contra lo que aún no ha ocurrido. Ya propaga un nuevo modelo de campos de concentración. Todo a la vista, todo ostentoso y obsceno.
La Santa Inquisición, que ejecutaba a sus víctimas públicamente, al menos se escondía para torturarlas: alguna vergüenza sentía del horror que iba administrando. Los soldados gringos toman fotografías de sus propias infamias, como esos oficiales nazis que llevaban de regreso fotos con las cabezas de sus víctimas, o como esos oficiales británicos que llevaban en su retorno a Inglaterra las cabezas de los moros que habían cercenado bajo las lunas de África.
Decía yo en estos días en la Casa de América de Madrid, a donde nos invitaron a hablar "de la historia y las historias", que aún peor que la desesperación de la historia puede ser la desesperación de la historiografía. El sueño de encontrar un relato satisfactorio, objetivo, coherente, de las incoherencias de la realidad. Y me animé a decir que tal vez tenían razón los que, como Toynbee o como Curtius, sostienen que a la larga será tan difícil abarcar los hechos de la realidad, que no habrá otro instrumento que la ficción para cifrar lo que ocurre en el mundo.
Dije además que ya es difícil reconstruir a cabalidad un acontecimiento, decir cómo ocurrió ayer tal o cual circunstancia, para pretender que se puede acceder a la verdad de unos hechos remotos. Añadí que cuando desaparece la ilusión de "la historia", podemos empezar a deleitarnos en la diversidad de "las historias". Y lo dije en España, donde bajo la apariencia de debates sobre asuntos prácticos como la negociación política con ETA o la afirmación de los propósitos de la República, vuelven a surgir versiones encontradas de lo que ocurrió hace siete décadas, y cada quien cree encontrar la causa de los males en la República o en la dictadura ulterior que la aplastó contra el polvo. Entonces alguien se alzó entre el público, e identificándose como historiador acusó a los que hablábamos de ser enemigos de las disciplinas históricas.
Yo soy un agradecido lector de Voltaire y de Gibbon, de Prescott y de Hobsbawm, de Hugh Thomas y de Henry Kamen, pero estoy lejos de pensar que la historiografía sea una ciencia exacta. Más bien le creo a un profesor que hace poco me dijo que en esa pretensión de total objetividad suelen atrincherarse los fanatismos y los dogmas políticos. Y creo entender por qué los griegos pensaban que había una musa de la historia: la historia no es enemiga sino hermana, o madre, o hija, de la novela y de la poesía; situarla tan arrogantemente del lado de las matemáticas y de la física puede atentar contra su esencia, ya que su materia es el tiempo, tan evanescente como indefinible, pozo que puede sondearse pero en el que nadie alcanzará a verlo todo, en el que el tesoro mayor puede resultar inaccesible.
El hombre aquel, con poca sutileza, pretendió que "la inquina con la historia" que estábamos evidenciando era un mal colombiano, una suerte de lepra local, y convirtió una pregunta filosófica en una censura moral. Si la historia la padecen todas las naciones, si sus horrores son pasto común de la humanidad, declaró, nadie puede arrogarse el derecho a sentir que sólo le ocurren a él. En suma, la historia es un conjunto objetivo de hechos para teorizar, no algo para vivir desde los sentimientos. Cuánto envidio a los que pueden pensar así. Ante todo lo que ocurre en el mundo, yo me conmuevo, me indigno, me insubordino, me devano los sesos. Pienso que hay que interrogar, explicar, argumentar, pero también reaccionar, discutir, escoger.
La historia no está escrita ni siquiera cuando está escrita. Hasta el pasado nos lo cambian, hasta la infancia nos la borran. Y no es cierto que la historia ya le haya ocurrido a la humanidad, ocurre por primera vez cuando nos ocurre a nosotros, y tenemos que reaccionar como si no hubiera ocurrido nunca antes. Eso es también la poesía: la luna sale por primera vez, nos llegan por primera vez el mar y las estrellas, la zozobra del amor, la extrañeza del sueño. Eso es lo que no saben ciertos historiadores: que la historia necesita una musa, que no conviene interrogarla desde la frialdad de la mera razón, porque es un pájaro desconocido, al que también hay que nombrar con música.
Revista CROMOS
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